Siete años

Se acabó, finalmente se acabó.

Fueron 7 años de alegría, pena, frustración, sueño, mucho sueño, sonrisas, rabia, satisfacción, y mucho mucho aprendizaje. Alguna vez escribí acá, luego de haber terminado mi primer semestre, que tenía la convicción de que lo conseguiría. Algo me decía que no era algo imposible para mí, pero jamás pensé que lo lograría con la nota que lo hice, sin repetir ninguna asignatura, y sin (tantos) contratiempos.

Y para qué voy a mentir, imposible olvidar las noches en vela ojeando el Netter, los sábados temprano corriendo a las ayudantías de fisiología, las tardes eternas pintando el laminario de  neuroanatomía, las madrugadas cabeceándome con fisiopato, las infinitas horas haciendo las historias clínica para semiología, fines de semana completos dedicados a medicina interna, cirugía, pediatría y obstetricia, y los terribles viajes de casi 2 horas a la universidad además de las eternas vueltas por Santiago tratando de llegar a la hora a las rotaciones.

Antes de entrar pensé que esta era una carrera meramente científica, pero me di cuenta que estaba totalmente equivocado. El lado humano de la medicina es, sin duda, el más importante. ¿De que sirve saber si no es para ayudar? Me cuestiono a diario, ¿de qué te sirve estar siempre actualizado si eso no estará al alcance de tus pacientes, y para qué tienes el fonendo y los libros, si no los ocuparás para hacer que los que buscan ayuda se sientan mejor?

Tuve cientos de pacientes, pero siempre me quedarán en la mente algunos, que aunque ellos quizás no me recuerden, siempre les guardaré un lugar en mi corazón. Como don Pedro y el incondicional amor a su familia, y esa maldita espondilodiscitis que jamás lo abandonó. Javier, el profesor de Lenguaje que después que aquellos demonios aparecieron en su mente jamás volvió a ser el mismo. La señora  Maritza y ese linfoma con esa inmunodepresión terrible que a pesar de eso, siempre tenía ánimos para una sonrisa cada día que iba a examinarla. La Gracielita, la personita más pequeña y más linda quien a causa su crisis de hipoxia, me hizo ver a los niños con síndrome de Down mucho más de cerca, y me hizo conocer esa inocencia que solo ellos tienen. Y como olvidar a Joseph, otro de mis guerreritos de pediatría, que a pesar de que la vida lo trataba horrible, siempre me ofrecía de los dulces que el mismo había probado toda la tarde.

Terminaron los 7 años y no solo aprendí medicina. Aprendí de compañerismo, porque siempre que uno da una mano, esa mano va a venir de vuelta en los momentos más difíciles. Aprendí a ser humilde, a no creer que por saber más soy mejor, a entender que el éxito en esta carrera se ve cada día cuando la señora se va feliz del control de la diabetes, y no cuando todos te aplauden en un congreso por presentar un caso clínico de un paciente que ni siquiera te diste el tiempo de conocer. Aprendí a ponerme en el lugar de mis pacientes, a entender que muchas veces el solo pasaje de la micro al hospital ya es un costo grande para ellos, y que recetarles un medicamento impagable nunca debiera ser opción. Aprendí a ganarme los frutos de mi sacrificio, y ver reflejado en mis pacientes el esfuerzo y las ganas por querer ser mejor.  Aprendí también a valorarme, y a entender que esto no va a ser mi vida, y que el tiempo libre, los amigos, y sobre todo la familia, son más importantes, pero no por eso dejaré de amar lo que hago. Aprendí muchas cosas, y estoy completamente agradecido de todos los que me ayudaron a terminar, a los médicos, pacientes, enfermeras, técnicos, Kinesiologos, nutricionistas, arsenaleras, matronas, terapeutas, compañeros, amigos, mi familia que (casi) siempre me apoyó, y también de aquellas personas que ya no están en mi vida, pero cierta medida aportaron a que esto fuera posible.

Se acabó la carrera... Y ahora, ¿qué?

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